El arquitecto junior Appius Lacer nunca había estado de tan mal humor. ¡Por todos los dioses de Roma! Hace poco creía que el mismísimo Mercurio estaba custodiándole, dándole consejos y asegurándole el camino a la más noble sociedad patricia romana. Pero aquí estaba él, años después, gastando las monedas de oro heredadas de su padre, sobornando hasta el último sirviente posible. Appius esperaba que Paregoros también estuviera cuidando de él. Necesitaría algo de comodidad después de la cantidad de oro que ya había gastado. Tomé la decisión correcta, se dijo a sí mismo.
Tras lo que pareció una eternidad, la suerte de Appius estuvo a punto de dar sus frutos. ¡Finalmente lo habían invitado a un banquete en el palacio del emperador! La tercera hija del jefe de la provisión imperial fue elegida para sustituir a una de las vestales. Un gran evento. El emperador quería hacer de esta ocasión algo memorable para el viejo sirviente. Por supuesto, había más de cuatrocientos invitados allí, pero Appius Lacer no pensaba desperdiciar la oportunidad por la que estaba luchando tan furiosamente. ¡El emperador tenía que acordarse de él!
¡Y el emperador se iba a acordar! Más o menos. En primer lugar, el vino resultó no ser tan inocente como creía Appius. En segundo lugar, la futura Vestal era demasiado joven y demasiado hermosa para no dejarse besar por ningún hombre antes de convertirse en la sacerdotisa de Vesta durante los siguientes 30 años. Al menos, esto es lo que susurró el zumo de uva fermentado a la cabeza caliente de un arquitecto entusiasta. Por un momento, lo demás era algo borroso.
A pesar del caos que se produjo, parecía que Mercurio estaba del lado de Appius después de todo. El arquitecto no fue asesinado en el acto al menos. Los sirvientes se limitaron a tirar de él por todos los pasillos, arrojándolo al barro en el patio trasero del palacio del emperador con una recomendación: no volver nunca al palacio.
Haría falta algo más que un poco de barro para desanimar a Appius. Por algo es hijo de su padre. Su padre, fue un pescador hibernés que había logrado hacer toda una fortuna vendiendo productos a Roma en unos pocos meses… ¡esto no era nada! Appius tomó dos decisiones más: se acabaron los sobornos a los sirvientes y el zumo de uva fermentado. Una combinación mortal esa. En cambio, debería aportar algo lo suficientemente valioso no solo para ser aceptado en el palacio, sino para ser honrado como héroe. El lo tenía todo para conseguirlo.
Habían pasado algunos días desde aquella noche borrosa, y Appius se encontraba mirando con ansia por la ventana, esperando al mensajero de palacio. ¡Sí, aquí está! ¡Por fin!
Apio salió al encuentro del mensajero, tomando el pergamino y abriéndolo con manos temblorosas. Era su propia carta de disculpa, resellada con el sello del emperador. En su texto había una sola palabra escrita, suficiente para que el corazón de Appius saltara de alegría:
“Aprobado”
Appius notó una pequeña lágrima en la comisura de su ojo. ¿Qué era eso? ¿Una atisbo de culpabilidad?
Lo que sea. Horas más tarde, la palabra aprobado todavía daba vueltas en su cabeza. Se miraba al espejo y ya se veía con la corona de laurel en su cabeza. Todo triunfo requiere sacrificios, y los que él estaba haciendo no eran diferentes. Obtendría el Viejo nido del buitre para Roma.
[CONTINUARA]
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